No sé vosotros, pero yo me hago un lío con la fruta de temporada. Con eso de que venden casi cualquier fruta en casi cualquier momento del año, ya no me aclaro... Yo diría que la temporada de fresas es la primavera, hasta junio más o menos, no? Pero el otro día vi en la frutería de mi barrio unas fresas que tenían una pinta buenísima. Peor aún: el señor me dio una a probar, y estaba súper rica. Y yo pensé, ¿en agosto?
Entre que hoy en día venden la fruta y la verdura de los invernaderos fuera de temporada y que yo soy muy urbana... Pues estoy un poco perdida. Nunca he vivido en el campo ni cerca de él y tengo bastantes lagunas! En mi familia hay una anécdota mítica que no pierden ocasión de recordarme. Vivíamos en una casa (en la ciudad) que tenía un pequeño huerto al que yo ni me acercaba. Me hizo mucha ilusión lo del huerto en un principio, pero luego vi la cantidad de bichos que había por ahí y dije: ¡una y no más! Así que un buen día, mi madre estaba haciendo mermeladas y se dio cuenta que necesitaba más fresas. Me pidió que fuera a por algunas más y yo salí al jardín muy dispuesta. Di vueltas y vueltas y al rato grité desde fuera: "Mamiiiiiiii!!! Dónde está el árbol de las fresas???" Sí. Árbol. Dije árbol. Árbol de las fresas. Bueno, cualquiera tiene un fallo, no? Fue un despiste, un mal momento. Tampoco hay que ponerse así y recordármelo en cualquier ocasión!!
En fin, que las fresas que vi el otro día me recordaron esta receta que no había publicado aún. Es una tarta que no es demasiado complicada, no lleva buttercream (fundamental para mí) y tiene mucho, mucho, pero MUCHO sabor a fresa. A fresa natural, sin aromas artificiales ni nada. Fresas de verdad, de las que crecen en... los árboles.